lunes, 7 de abril de 2014

Luis Villoro y la voz del caracol.




“El próximo siglo será de los pueblos indios”, dijo esa mañana el sacerdote jesuita Ricardo Robles, protegido por la sombra de la enorme ceiba de La Realidad, cuando aún faltaban cinco años para entrar en él. “Su visión del mundo –continuó–, sus valores, abrirán una nueva era.” El Ronco, como le decían sus amigos, que había pasado muchos años viviendo entre los rarámuris hasta el punto de convertirse en uno de ellos, charlaba en esa ocasión con Luis Villoro, Gilberto López y Rivas y varios dirigentes indígenas, a la espera de un encuentro con la comandancia del EZLN.
Por distintas razones y desde diferentes ángulos, su predicción era compartida por la mayoría de los presentes, Villoro en primer lugar. El levantamiento zapatista de enero de 1994 había descarrilado el proyecto de modernización autoritaria y excluyente de Carlos Salinas, había hecho renacer la esperanza en un otro mundo y estimulado un amplio debate sobre el futuro del país. En esa reflexión los pueblos originarios desempeñaban un papel central.
Sin embargo, no todo mundo compartía ese optimismo ni, mucho menos, esa empatía hacia los rebeldes del sureste mexicano. En la controversia nacional que emergió desde el primero de enero de 1994 afloraron todo tipo de prejuicios antiindios, muchos de ellos presentes desde hace siglos. Con harta frecuencia, los detractores de la lucha indígena se montaron en el carrusel de la soberbia y la ignorancia. Afirmaron, con virulencia y desconocimiento, que reconocer derechos a las etnias balcanizaría al país, reforzaría el poder de los caciques locales y legalizaría fueros y privilegios. Aseguraron que se pretendía establecer en México reservaciones como las de los indios estadunidenses. Denunciaron que se buscaba legalizar los vestigios de un pasado antidemocrático.
Las negativas a reconocer derechos a los pueblos originarios provinieron de todos los frentes. Políticos, abogados, académicos, salieron a enfrentar lo que juzgaban era un ataque a la integridad nacional y un retroceso de la frágil democracia mexicana. Universitarios como Roger Bartra aseguraron que “las culturas indígenas son apenas un conjunto de ruinas étnicas que ha quedado después de que la modernización destrozó y liquidó lo mejor de las tradiciones indígenas”.

En esa discusión, Luis Villoro desempeñó un papel medular. Junto a dirigentes indígenas e intelectuales como Pablo González Casanova y Alfredo López Austin, puso su autoridad política al servicio de la causa indígena y, con paciencia, trató de explicar los equívocos de sus detractores.
El filósofo conocía a detalle muchas de esas distorsiones, había reflexionado sobre ellas. Su libro Los grandes momentos del indigenismo en México, escrito en 1949 y reeditado por insistencia de Guillermo Bonfil en 1987, desmontó la “historia de encubrimiento ideológico” sobre la cuestión indígena, practicada por las élites a los largo de los siglos. Su debate a partir de 1994 con quienes objetan reconocer derechos diferentes a las etnias fue, en parte, un retorno a esa operación de desenmascaramiento que efectuó en su obra.

Ni la redacción del libro ni su defensa de los derechos indígenas fueron una simple operación “intelectual”. Como le contó a su colega Carlos Oliva en un diálogo sobre la raíz de su reflexión filosófica, Luis Villoro escribió Los grandes momentos del indigenismo en México impulsado por una emoción muy fuerte que tuvo en su infancia sobre “la miseria y el abatimiento de las comunidades indígenas y sobre su profunda sabiduría”. Lo hizo, a pesar de no ser indígena, porque siempre tuvo la sensación “de que había un valor y una posibilidad de acercarse al otro, que era el indígena”, de una forma que superara su propio cerco personal.
Desde sus inicios, el filósofo vio en la insurrección zapatista la primera manifestación de un nuevo cobro de conciencia de los indios en el país. Con ella, la hidra del descontento étnico comenzó a extenderse por todos los territorios. La reivindicación de derechos, como el de ser reconocidos como indios y ejercer la autonomía, florecieron. “Chiapas –señaló el maestro– no es más que el primer anuncio de la rebelión del México profundo.”
Armado con los dos rasgos que él le asignó a la filosofía, la reforma del entendimiento y la elección de una forma de vida, y con una sólida visión de la historia patria, leyó el levantamiento de enero de 1994 como un problema que rebasaba con mucho el ámbito local, y como signo precursor de una nueva forma de pensar y vivir, alterna a la modernidad.
Desde años atrás, Villoro había reflexionado sobre el fin de dos ideas centrales del pensamiento moderno, derivadas de una razón universal y única: el Estado-nación y el progreso hacia una cultura racional. También lo había hecho sobre el socialismo como una de las expresiones de esa modernidad. Con este arsenal teórico pensó, explicó, defendió y debatió al y con el zapatismo con una lucidez y pasión sobresalientes.
Villoro y el socialismo
Luis Villoro no fue marxista, aunque estudió a profundidad el pensamiento del filósofo alemán y utilizó creativamente muchas de sus herramientas conceptuales en su trabajo intelectual. Sí fue, en cambio, un socialista moral, a su manera un revolucionario y un creyente en el papel del pueblo en la hechura de la historia.
“El socialismo –escribió en Signos políticos, publicado en 1974– no sólo se basa en una teoría científica de la sociedad y la historia, supone también una elección de valores: elige entre la liberación del hombre concreto frente a los Estados enajenantes y opresores.”


Al analizar el golpe de Estado en Chile de 1973, concluyó que, en América Latina, “la revolución no es un sueño de exaltados aventureros, sino la única salida del cerco de violencia a que quieren someternos; que no es la ruptura de la democracia sino su verdadero cumplimiento; que no es el crimen sino la única defensa contra él”.
La alternativa, afirmó entonces, sólo podrá construirse sobre la base de una movilización popular auténtica, independiente, capaz de luchar por sus propias metas. Un movimiento así, concluyó, requiere, necesariamente, plantearse como meta la adopción de un modelo distinto, que sólo puede ser el socialista.
¿A qué socialismo se refiere el autor de Estado pluralpluralidad de culturas? En Marx, aseguró, se encuentran dos discursos entremezclados que no son conciliables entre sí: el que pretende ser científico y el de la acción política como una elección de valores, una elección moral. Para él, la pretensión de cientificidad del marxismo es un equívoco, una falsedad. El socialismo es, básicamente, una idea regulativa, una exigencia ética.
El socialismo, dijo el filósofo casi dos décadas después, con la caída del Muro de Berlín, la desintegración de la Unión Soviética y el triunfo del neoliberalismo como telón de fondo, nace de la racionalización de una pasión antigua, que recorre la historia desde el remoto pasado: el anhelo de justicia y de fraternidad, la esperanza en la realización de una comunidad donde el interés particular coincidiera con el interés común. Es urgente reivindicar su carácter de programa moral.
El liberalismo –advirtió– no puede dar solución a los problemas que dieron lugar al pensamiento ético. Lo que origina la desigualdad y la injusticia, la marginalidad y el desempleo en los países desarrollados, la miseria y el atraso en el Tercer Mundo, es la competencia en el mercado capitalista. El mercado nada sabe de justicia. En la ideología liberal no existe elemento alguno para paliar esos males.
Menos aún existen esos factores en el neoliberalismo. La competencia de los intereses individuales en el mercado, que es lo que esta ideología promueve, no proporciona un sentido colectivo. Para Villoro, el neoliberalismo procede de un vacío, está marcado por la ausencia de un sentido reconocible de historia.
En cambio, continúa el filósofo, ideologías regresivas como el nacionalismo y el integrismo religioso, que han llevado al mundo al borde de su destrucción, son las que pueden llenar, para mal, el vacío de sentido que dejó el fin del socialismo de Estado. En ellas el individuo puede hallar la esperanza de olvidar el abandono y de sentirse parte de una comunidad.
Frente a estas tendencias –explicó en Después del socialismo científico– se requiere un pensamiento que dé una nueva expresión racional a la pasión secular por la igualdad y la comunidad, que recupere los valores supremos por los que luchó el socialismo. Se trata de reemplazar una sociedad basada en la competencia entre los intereses particulares por una comunidad solidaria donde prevalezca el interés común.
Aires de resistencia
Luis Villoro escuchó la voz del caracol en agosto de 2003, cuando los zapatistas anunciaron públicamente el nacimiento de las Juntas de Buen Gobierno, su gobierno autónomo basado en el mandar obedeciendo, un orden en el que, en lugar de castigo, se reparara el daño, donde la solidaridad del trabajo comunitario reemplaza al provecho individual. Esa voz es el rumor de la comunidad autónoma en la que todos disfrutan de los mismos derechos, el hálito de la amistad, el anuncio de otra sociedad posible, la dignidad de un pueblo.
El filósofo encontró en el levantamiento zapatista y su experiencia autogestiva y autonómica el sujeto capaz de transformar la sociedad sobre valores éticos por los que abogó a lo largo de su vida. Encontró, asimismo, la materialización del anhelo secular que antecedió al socialismo e impulsó su gestación.
Vio en los pueblos indios el promotor de un movimiento independiente con la potencia suficiente para acabar con la ficción de la hegemonía de la modernidad. Un movimiento con la capacidad para pasar de un Estado homogéneo a uno plural, respetuoso de las diferencias, como la vía hacia una democracia radical. Con la visión para transitar de un gobierno centralizado a una democracia participativa, y de la asociación individualista a una verdadera comunidad.
En la lucha y el ejercicio de la resistencia de los pueblos originarios halló la clave para lograr la convivencia con otros valores capaces de hacer realidad el cambio radical en la estructura de la sociedad. En los pueblos de la América profunda avizoró un lenguaje antagónico al del Occidente moderno, que deletrea sus sueños en los anhelos de comunidad, unión con la naturaleza, cooperación en el trabajo y celebración de la fiesta.
Tal y como lo anticipó aquella mañana soleada en La Realidad el Ronco Robles, Luis Villoro advirtió que el siglo XXI será el de los pueblos indios: su visión y sus valores abrirán una nueva era. Hasta el último de sus días defendió razonadamente esta convicción.
La filosofía –explicó Villoro– no es una profesión, es una forma de pensamiento, el pensamiento que trabajosamente, una y otra vez, intenta concebir, sin lograrlo nunca plenamente, lo otro, lo distinto, lo alejado de toda sociedad en que la razón esté sujeta. Lo otro, nunca alcanzado, buscado siempre en la perplejidad y en la duda, es veracidad frente al prejuicio, la ilusión, el engaño; es autenticidad frente a la enajenación, libertad frente a la opresión. Fiel a sí mismo, a sus valores y convicciones, don Luis fue, a su manera, el filósofo de los caracoles.

Fuente: La Jornada.

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