Desde 1934, todos los presidentes
mexicanos han culminado los sexenios para los cuales fueron elegidos. Esta
excepcional estabilidad política destaca en una región latinoamericana marcada
por constantes golpes de Estado, guerras civiles, intervenciones extranjeras y
levantamientos armados a lo largo del siglo XX. El origen de esta hazaña se
encuentra en el sexenio del general Lázaro Cárdenas del Río, quien, entre 1934
y 1940, logró consolidar el moderno Estado mexicano después de casi dos décadas
de desorden y conflicto posrevolucionario. La obsesión ideológica de Enrique
Peña Nieto con el desmantelamiento de los cimientos de la gran obra cardenista
podría tener consecuencias insospechadas.
Es difícil creer que solamente
hayan transcurrido 18 meses desde la toma de posesión del actual Presidente. La
intensidad de las batallas sociales, las traiciones políticas, la crisis
económica, el bombardeo mediático y la violencia de Estado han desgastado la
figura presidencial y cansado a la sociedad. La ausencia de movilizaciones
sociales multitudinarias no es una indicación de conformidad o apatía, sino de
un proceso de reflujo y reorganización profunda de las fuerzas de la
resistencia.
Cada día se multiplican las
muestras de indignación y de lucha ciudadana; en Puebla, Morelos y San Salvador
Atenco en defensa de la tierra; en el Distrito Federal en contra de los
parquímetros, el aumento al Metro, y las modificaciones al programa Hoy no
circula; en Guerrero y Michoacán en favor de la seguridad pública; en Chiapas
en defensa de los pueblos indígenas, y en todo el país en solidaridad con los
maestros y los médicos, quienes no tendrían que cargar con la responsabilidad
de sistemas educativos y de seguridad social diseñados desde las más altas
esferas para fabricar ignorantes y enfermos. El repudio a las reformas en materia
energética y de telecomunicaciones también se profundiza a lo largo y ancho del
país.
El último presidente mexicano
electo que no logró terminar su periodo fue Pascual Ortiz Rubio, ingeniero y
diplomático que fue impuesto como el títere de Plutarco Elías Calles en las
elecciones presidenciales de 1929. Aquella elección constituyó el primer gran
fraude electoral del régimen del partido del Estado, ya que el Partido Nacional
Revolucionario (PNR), precursor del Partido Revolucionario Institucional (PRI),
había sido creado apenas unos meses antes, el 4 de marzo de 1929.