Mirando hacia adelante, más con el corazón que con sus ojos, que han
perdido gradualmente la visión debido a un tumor cerebral, el maestro
Alberto Patishtán, recién liberado luego de 13 años de prisión injusta,
mide las grandes tareas que aún están pendientes para sanear el sistema
judicial y evitar que, como él calcula, sigan encarcelados al menos
la mitad de los presos en todas las cárceles del país, que sólo están de
pilón, acusados sin pruebas, inocentes pagando los delitos de otros por
la ceguera de las autoridades
.
En entrevista con La Jornada, habla de los reos que conoció en los penales por donde pasó su primera juventud: ¿Cómo me voy a olvidar de ellos si yo mismo viví la cárcel injusta?
Como
el caso de Alejandro Díaz Santiz, tzotzil como él, de Mitontic, quien
lleva 15 años y le faltan otros 15 en el Cereso 5, de San Cristóbal. Fue
detenido y juzgado en Veracruz, acusado de haber matado a su propio
hijo. Díaz sostiene su inocencia y señala a otro como el homicida, pero
su declaración no fue tomada en cuenta. Tuvo traductor, pero náhuatl. Y dicen que su juicio fue justo. ¡Qué mentira!
Casi
un Gandhi por su discurso no violento y su espiritualidad, a sus 42
años Patishtán insiste en la entrevista: “Parece imposible cambiar las
cosas, pero se debe poder. La autoridad habla de justicia y democracia y
todas esas cosas, pero no es así. Si ellos dejaran toda la ambición que
tienen, si limpiaran su mente y tuvieran consciencia de verdad… yo les
prestaría mis ojos para que pudieran ver el fondo de las cosas. Creo que
sería diferente”.
–¿Qué propone?
–Quisiera apoyar a mucha
gente. Pero creo que la tarea principal es que el propio preso comience a
gritar desde donde está. Porque si no se identifican, si no dan a
conocer sus nombres, no se va a hacer la conexión con la gente que
quiere apoyar desde afuera.
Y siempre, la perseverancia. Haiga calor, haiga frío, haiga hambre o no, acompañado o sin compañía, siempre hay que tener perseverancia
.
Que no se repita la misma historia
Indígena
tzotzil, maestro para más señas, adherente de un movimiento de
resistencia, le cayó encima la fabricación de pruebas del homicidio de
siete policías estatales en 2000, en una comunidad remota en Los Altos
de Chiapas. Sentenciado a 60 años de prisión, Patishtán era candidato
ideal para permanecer tras las rejas hasta el fin de su vida. En lugar
de eso se convirtió en el rostro de un amplio movimiento de solidaridad
que empezó con un pequeño colectivo, el Ik, el cual creció hasta
incorporar a las organizaciones de derechos humanos de México y el mundo
con alguna presencia en el tema indígena.
–Usted decía que si acaso es un símbolo, lo es de lo que falta por hacer. ¿Qué falta?
–La gente puede decir ahorita no pues ya terminamos, ya salió Patishtán y tan tan
.
No, falta mucho por hacer, para que no se repita la misma historia. Eso
ya no lo vamos a permitir. Hay muchos compañeros presos que merecen
salir y que no salen. Ya vimos que la autoridad es inflexible, sin
conciencia.
“Cuando uno entra a una cárcel, le dicen: aquí se
acabó el derecho. Pero si uno, aun estando preso, mantiene esa
liberación propia, puede hacer muchas cosas. El Poder Judicial existe
para aplicar la ley, pero no la justicia; ellos buscan a alguien que
pague el delito, no al que lo cometió.
“Cuando me detuvieron les
decía que usaran los avances tecnológicos, que nos pusieran un detector
de mentiras a mí y al que me acusaba. Yo ni sabía si existían ese tipo
de aparatos o no, pero lo decía. Pero ni caso…”
Fue un preso
indomable. Desde el primer momento, en Cerro Hueco, Tuxtla Gutiérrez,
organizó a los presos en La voz de la dignidad rebelde. Para
desarticular su trabajo lo trasladaron al penal de El Amate, en
Cintalapa, donde creó La voz del Amate. Por eso lo enviaron a un penal
de máxima seguridad federal, en Guasave, Sinaloa.
Patishtán llama a esa cárcel el cementerio de los vivos, el
único penal que conozco sin atención de salud. Encierro toda la semana,
con una hora al aire libre, ni un reloj, prohibido hablar, muerto todo.
Hasta aprendí el lenguaje a señas de los sordomudos
.
–Ahí ya no pudo organizar a los presos...
–Sí
pude, en corto, nada más en mi celda, con mis compañeros. Les contaba
cuentitos con moralejas, porque muchos ya se querían morir. Y les
cantaba.
Es, qué duda cabe, un hombre que mira la adversidad de manera diferente.
“Pues
sí, es lo que me enseñaron mis abuelos, Mariano y Andrea del lado
materno y Lorenzo y María, ya finada, del lado paterno. Me enseñaron que
hay que saber escuchar más que hablar. Por eso tenemos dos oídos y una
sola boca. Para escuchar mucho y hablar poco.
“Me decían que
hablara las cosas como son, para no perder credibilidad, porque si no
nadie va a confiar. Y me enseñaron a poner atención a la naturaleza.
¿Cuándo hay que cortar el árbol para la choza? Si se corta en luna
creciente no funciona, sólo en luna llena no se mete la polilla. Y
cuando las hormigas arrieras andan de prisa acarreando su alimento, es
que esa misma semana va a llover. Y cuando el pájaro tzuntzerek
cambia su forma de jilguerear, así como en segunda voz, está avisando
de que algo va a pasar. Y si pasa, quién sabe si por coincidencia o
diosidencia…”
–¿Cómo le valieron esas enseñanzas en la cárcel?
–Podía ver al fondo de las cosas, trascender lo que se ve en la superficie.
El zapatismo y el maestro
Tenía 23 años cuando el levantamiento zapatista. Él ya andaba luchando, simpatizando con los compas, entendiendo que si la gente se levantó fue por la opresión, por el caciquismo
.
Participó en la creación del Movimiento del Pueblo de El Bosque y del
municipio autónomo San Juan de la Libertad, desmantelado violentamente
durante el gobierno de Roberto Albores Guillén, en 1998, con una
masacre.
“Mi pueblo, El Bosque –dice–, no es tan grande. Tampoco
tan chico, pero con mucha marginación. Los presidentes municipales
gobernaban como si estuvieran haciendo el bien, pero no. Ellos siempre
agarran su piscui, su pequeño robo, de los recursos de la gente.”
En
2000, cuando ocurrió la emboscada en la que murieron siete policías
estatales, el presidente municipal Manuel Gómez acusó en falso a
Patishtán y otros compañeros.
–¿Qué pasó entonces en El Bosque?
–Las semillas que regalé a cada uno, pues las hicieron producir...
–¿Cómo es eso de ser cargador de semilla?
–La
semilla me la da un hombre muy conocido... mi Dios. Me da esas semillas
y yo no las cargo, sino que tengo que compartir. Y ahí está el fruto,
el Movimiento del Pueblo de El Bosque, que se mantiene firme, siempre
hablando con la verdad. No exige ni pide más de lo que necesita la
gente, sino lo que merece. Pero desgraciadamente las autoridades no lo
ven así, no somos bien vistos. Pero mi prisión también hizo que la gente
se solidarizara más; que la organización, en lugar de irse para abajo,
creciera por la rabia, el coraje. La gente sabía que era yo inocente, y
lo sabe.
–Es difícil contar cuántas marchas se organizaron en El Bosque para exigir su libertad, ¿no?
–Desde
el día que me detuvieron hicieron un plantón como un mes, cerraron la
presidencia. Pero luego el gobierno de Albores Guillén firmó con ellos
una minuta para que soltaran la presidencia y me dejaran libre, pero
faltaron a su palabra y no me liberaron. Por eso siguieron marchando, a
San Cristóbal, a Tuxtla, hasta a la ciudad de México, una pequeña
comisión, por escasos recursos. Así los 13 años, hasta apenas hace pocos
días.
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