Hace dos años, cuando los escándalos de corrupción no habían empezado a nublarle el
panorama,
Enrique Peña Nieto pensaba que su consagración era sólo cuestión de tiempo. El
Presidente suponía que las reformas emprendidas en la exitosa fase legislativa de su
administración comenzarían a rendir frutos justo a tiempo para la elección de 2018, convenciendo
al electorado mexicano no sólo del talento del propio Peña Nieto, sino de la importancia de la
continuidad del proyecto en los sexenios subsecuentes.
En las distintas entrevistas que dio
entonces (incluidas algunas en las que participé), el Presidente no quería hablar de la manera de la
siembra, sino de los tiempos de la cosecha. “El camino no será fácil, ni los resultados llegarán de
inmediato”, decía Peña Nieto en agosto de 2014; “(pero) hoy ya contamos con el marco jurídico y
estructura institucional para iniciar la ruta hacia un nuevo México”.
No era un cálculo
descabellado: la narrativa que imperaba en el México anterior a la Casa Blanca y demás
vergüenzas era la de un gobierno eficaz y disciplinado, de logros irrebatibles, por polémicos que
fueran; un escenario ideal para Peña Nieto, acostumbrado al juicio de los “compromisos”, las
promesas respetadas (“lo firmo y lo cumplo”) y los resultados tangibles.
La Casa Blanca y el largo etcétera del otoño de 2014 lo cambió todo. De pronto, tras el
descubrimiento de la mansión de la primera dama, la historia del sexenio peñanietista (y el humor
de la opinión pública mexicana) dejó de concentrarse en la eficacia del Presidente y su círculo
para enfocarse, de manera definitiva, en el debate sobre la ética en el ejercicio del poder.
La
torpeza y la arrogancia del círculo presidencial terminó por derribar su propia narrativa. En el
autosabotaje más absurdo, el peñanietismo se arrebató para siempre la carta de los resultados
alcanzados con las reformas y entregó la narrativa del sexenio (y la sucesión presidencial) a la
indignación ante corruptelas, conflictos de interés y demás atropellos inexcusables.
Las
consecuencias no podrían ser más evidentes. El voto de castigo al PRI en las elecciones de junio
no dejan lugar a dudas. Tampoco los bajísimos niveles de aprobación del Presidente. La elección
de 2018 no será un referéndum sobre los logros del peñanietismo, sino sobre su conducta en el
ejercicio del poder. En ese terreno, seguramente saldrá perdiendo.
Fuente y nota completa: León Krauze - El Universal.
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