La asamblea transcurre a 20 mentadas y cinco amenazas de
muerte por minuto. De un lado de la plaza, de frente al templete, está la gente
de Hipólito Mora. Del otro, los seguidores de Luis Manuel Torres, El Americano.
Entre ambos grupos, nadie, porque la Policía Federal levantó tierra, como dicen
acá, en cuanto empezó la trifulca.
Pasan las seis de la tarde. A la una hubo otra reunión que
terminó con una pequeña marcha a uno de los retenes de los comunitarios de
Torres. Los seguidores de Mora pretendían echarlos del pueblo. Hubo jaloneos,
gritos y algunos golpes. Los seguidores de Mora, ahora encabezados por su
hermano Guadalupe, dicen que los H3 –por la letra y el número que identifican
las patrullas del ejército de Torres– echaron tiros al aire y también al suelo,
cerca de nuestros pies, según una señora de las más entronas.
El pleito es conocido: a mediados de marzo, las autodefensas
de El Americano cercaron a las de Hipólito Mora –a las cuales superaban con
mucho en número y armamento– para detener al fundador de las autodefensas y a
dos de sus hombres, a quienes acusaban de haber asesinado a tiros y luego
carbonizado a Rafael Sánchez Moreno, El Pollo, y José Luis Torres Castañeda, el
primero de ellos un arrepentido (ex templario convertido en autodefensa).
El cerco duró tres días. Al segundo, Mora fue sacado por el
gobierno y posteriormente encarcelado, bajo la acusación de ser el autor
intelectual de los crímenes. Con el correr de los días se sumaron más
acusaciones.
El párroco del lugar, José Luis Segura, dice que desde
entonces las cosas están peor que en la época templaria, pero la descripción no
es exacta: es difícil imaginar que en esos tiempos la gente se hubiera animado
a salir, como hace hoy, a una reunión para exigir la salida de los armados de
El Americano.
No toda la gente, hay que decirlo. El pueblo está
evidentemente dividido. ¡Asesinos!, es el grito que domina del lado de las
huestes de Mora. ¡Rateros!, responden los de El Americano.
¿Y quién les dio permiso?
La Jornada llega alrededor de las tres y media, cuando
finaliza el zafarrancho inicial. Un par de jornaleros sentados a la sombra se
animan a hablar. De pronto, uno de los hombres de Torres interrumpe: ¿Qué
escribe ahí?, dice, y arrebata la libreta. Trata de leer los garabatos. Distingue
una frase que acaba de decir uno de los jornaleros, dedicada al gobierno: A
Hipólito le pusieron un cuatro. Es prueba suficiente para ser conducido frente
a El Americano.
Los reporteros son rodeados por una treintena de hombres
armados. Torres revisa la libreta. Choca también con los garabatos. ¿Qué dice
aquí?, pregunta en varias líneas. Dice no recordar una entrevista que se le
hizo en enero. A su alrededor varios hombres reclaman y amenazan. ¡Nada más
dicen lo que conviene a Hipólito! ¡Mienten!
Luego de un intercambio que parece eterno, y con sólo una
mirada, autoriza la presencia de los reporteros. Incluso que se tomen
fotografías en la asamblea. Como es de pocas palabras, antes de las
explicaciones, El Americano ha dicho: ¿Y quién le dio permiso? Váyase.
Cuatro jóvenes en motonetas siguen a los reporteros a todas
partes mientras arranca la asamblea.
La votación imposible
La finalidad de la reunión es decidir si El Americano y sus
hombres siguen cuidando el pueblo y el nombramiento de un consejo que
teóricamente tendría mando sobre las autodefensas.
Un dato importante: no hay armas a la vista.
Primero en el uso de la palabra, Guadalupe Mora pide que de
un lado se ponga su gente y del otro la de su rival. Con eso comienzan los
gritos. Lo acusan de dividir.
El jefe de tenencia, Ramón Contreras, se suma a la petición
de Mora, pues dice que de ese modo se contarán los votos. El que ganó, ganó,
sentencia.
Toma la palabra una aguerrida señora, que algunos
identifican como hermana de El Pollo: ¿Quién tiene la calidad moral para
decidir quién puede o no vivir en este pueblo? Ella pide también que en el
consejo no quede nadie que tenga el corazón lleno de rencor.
Recibe una ovación, pero sólo naturalmente del lado de El
Americano, quien sólo se aparece cuando ya la asamblea lleva un buen rato.
Un partidario de Torres toma la palabra y ofrece: Si no nos
quieren, nos alejamos. No peleamos. Simplemente ocupamos una decisión del
pueblo.
¡Cállate, perro!, le gritan desde gayola.
Las intervenciones en el micrófono se acompañan de llamados
a la cordura, mentadas, amenazas de muerte e incluso alguno que otro golpe
entre los más alebrestados.
El que hizo perjuicio tiene que dar la cara, dice un
anciano.
Una muchacha de minifalda y embarazada reta a que suban las
que fueron a mi casa a quererme correr.
Un muchacho regordete acusa a gritos a un arrepentido: ¡Tú
lo mataste! Su padre, en el templete con el señalado, suplica: ¡No me lo vayas
a matar por eso, no me lo vayas a matar!
Un joven mira a los ojos del hermano de Hipólito y suelta:
¡Lo que me pase a mí o a mi familia, hago culpable a Lupe Mora!
Una señora de carnes rotundas acusa a Hipólito de haber
encarcelado a su marido bajo la acusación de que le robó 30 kilos de hielo a la
María y de drogarse: Y si se droga, qué, si él compra la droga con su dinero.
A mí, Hipólito me metió a la cárcel porque no le quise matar
a un muchacho, pero yo no soy asesino, dice un viejito desdentado.
El jefe de tenencia –que todavía el 24 de febrero jalaba con
Hipólito– quiere parar la discusión: ¿Lo vamos a hacer o no? A ver, divide a tu
gente para tu lado, le dice a Guadalupe Mora.
Se abre un pasillo que parece un abismo. Parecen mayoría los
que están con los Mora, pero la votación no se consuma porque algunos exigen
urnas.
Además del jefe de tenencia, la única otra autoridad
presente es el alcalde Luis Torres, recién reinstalado en el cargo gracias a un
acuerdo con El Americano. Toma la palabra y quiere ser conciliador, pero no
aguanta los gritos de ¡fuera, fuera! que le lanzan. Termina su breve
intervención así: Por mí votaron 11 mil personas, un grupo de 100 no puede
decirme vete, sentencia, calla, y pasa a la fila de atrás.
Al gobierno le declaro la guerra
Un orador, maduro y chaparrito, va directo al punto: “¡Aquí
no queremos ningún americano!”
Cabrón, pero si tú vives en McAllen, ni sabes lo que pasa en
La Ruana, le contestan.
Es entonces cuando aparece Luis Manuel Torres, gorra Lacoste
1927 y huaraches blancos, calentanos: Yo soy de La Ruana y de acá no me sacan.
Habla poco, pero al grano: dice que sabe que le van a hacer
lo mismo que a Hipólito. Y sentencia: La ley no sirve de nada.
El Americano y Lupe Mora tratan de ponerse de acuerdo. Un
arrepentido con lentes Bvlgari parece ser el asesor de Torres y propone que se
integre un consejo con personas de ambos bandos. Tratan de negociar, pero no
llegan a ningún acuerdo, mientras abajo continúa el griterío.
Vámonos, esto no se puede, dice Lupe.
“¡Americano, Americano, Americano!”, corea un grupo de
mujeres.
Torres toma de nuevo la palabra: Yo voy a seguir cuidando, y
si me echan al gobierno, échenmelo, que me venga a desarmar, que yo le declaro
la guerra.
Ya cuando la asamblea se disuelve, Guadalupe Mora lamenta:
Desde ayer hablé al comisionado Alfredo Castillo para pedirle que enviara a la
Policía Federal, y mire, nos dejaron solos.
Fuente: La Jornada.
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