Texto leído en la apertura del ‘Encuentro Nuevos Cronistas de
Indias 2’, organizado por el Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes –Conaculta- y la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo
Periodismo Iberoamericano –FNPI-, el miércoles 10 de octubre de 2012.
La crónica en América Latina responde a una necesidad: manifestar lo
oculto, denunciar lo indecible, observar lo que nadie quiere ver,
escribir la historia de quienes aparentemente no la tienen, de los que
no cuentan con la menor oportunidad de hacerse oír. La crónica refleja
más que ningún otro género los problemas sociales, la corrupción de un
país, la situación de los olvidados de siempre. Sus hallazgos bien
pueden saltar a la novela y por lo tanto resultan muy difíciles de
encasillar. ¿No es ficción o es ficción o es las dos cosas? Monsiváis
nunca se preocupó por encontrarle solución a este rompecabezas.
Carlos Monsiváis es, sin lugar a dudas, el mayor cronista de nuestro
país, y, en lo particular, de esta ciudad (prueba de ello es el dominio
que logra al describirla en “Los rituales del caos”, que también habría
podido llamar “Compendio de catástrofes mexicanas”). Con él, los
lectores encuentran un nuevo lenguaje, Monsiváis le pone casa nueva a
un periodismo anquilosado y tramposo. Logra integrar a los maestros, a
los trabajadores, electricistas, petroleros, a los empleados bancarios, a
los jóvenes que lo leen en un país analfabeta que aún no cuenta con una
clase media.
Monsiváis nunca quiso ser novelista, aunque en sus principios
escribió alguna que otra poesía, algún que otro cuento que
probablemente conserve José Emilio Pacheco. Monsiváis influye de manera
significativa en la opinión pública al pitorrearse de las
declaraciones de políticos, empresarios, obispos, embajadores, diputados
y demás personajes de la llamada “vida nacional” a quienes su lucidez
endemoniada exhibió con sus propias palabras.
Crítico, analista de los acontecimientos políticos y sociales,
biógrafo tanto de celebridades (de Salvador Novo a Luis Miguel, pasando
por Spencer Tunik y Octavio Paz), Monsiváis es el testigo de todo
evento: terremoto, masacre, inundación, protesta, marcha, coloquio,
conferencia, mesa redonda, simposio o manifestación pública. Siempre he
pensado que si a él le gustó tanto que Spencer Tunik desnudara a los
mexicanos en el Zócalo y a las mexicanas viejas y jóvenes en la Casa
Azul en honor a Frida Kahlo, es porque él habría querido hacerlo (así
como se disfrazaba de obispo), pero su protestantismo no se lo permitió.
Durante los últimos 30 años resultó indispensable tanto en los actos
universitarios como en los multitudinarios porque reseñaba tanto las
tragedias nacionales como las glorias de la farándula, y si comía con el
rector Ramón de la Fuente en la torre de Rectoría, cenaba con Madonna.
Salir en la foto con Monsi era una consagración, salir con Madonna una
muy probable excomunión.
Hoy ya no nos acompaña la risa de Carlos y su despeinada cabellera
blanca. No por nada José Luis Cuevas lo dibuja como un “Quevedo
Posmoderno”, que puede darse el lujo de burlarse de quien le dé la gana o
deshacer a su mejor amigo sin que se enoje. Sus juicios definieron a
los grandes acontecimientos y por lo general tenían que ver con la buena
conducta política y con la moral. Lo llamaban para ser el comentarista
de cuanto suceso importante en México porque sin él no quedaban
consignados. En el concierto de Pavarotti en el Palacio de Bellas Artes,
al referirse a quienes lo vieron en una pantalla gigante en la calle a
pesar de la lluvia,sentenció: “Este es el mejor público porque viene a
ver, no a que lo vean”.
–Yo ya no leo novelas -me dijo hace años-, pero haré un esfuerzo sobrehumano para tu “Tinísima”.
–¿Sólo lees crónicas?
–Sí, el documento es el arte del futuro.
Monsiváis ponderó a Tom Wolfe, a Norman Mailer, a Truman Capote.
Analizó el “New Journalism” porque lo que él hacía tenía mucho que ver
con el nuevo periodismo y con el modo en el que utilizaba su información
que al final de cuentas era una forma de denuncia y sobre todo de
lucha. Él tenía a sus informantes (entre otros yo, “a ver, dime qué
sabes, qué viste, qué te dijeron”) pero a todo le daba un nuevo
tratamiento y los burdos informes se transformaban en sus crónicas en
materia memorable.
Alguna vez hablamos de Studs Terkel, ganador del Premio Pulitzer por
su “The Good War: An Oral History of World War Two” y autor de
“Working”, porque Hugo Hiriart me consejó: “Deberías hacer un libro
sobre el trabajo en México, entrevistar a una enfermera y a un minero, a
un cantinero y a un taxista”, los grandes sujetos de la llamada “oral
history” o literatura oral, como habría de hacerlo más tarde Oscar Lewis
con “Los Hijos de Sánchez”. La voz de los llamados sin voz es una
fuente formidable de enriquecimiento. Remiten a una historia colectiva y
permiten hacer –claro, dentro de las limitaciones de cada escritor-
periodismo de investigación, de denuncia, de resistencia, que suele
llamarse “político”.
Durante toda su vida, Monsiváis fue un periodista-denunciante, o si a
alguien le molesta lo de periodista, un escritor-denunciante.
Reunió
a quienes consideraba cronistas y rindió homenaje a sus colegas en “A
ustedes les consta, Antología de la crónica en México”, lanzada por la
Editorial ERA en 1980 (aunque la UNAM publicó una primera versión en
1979) en la que recoge y juzga a la crónica en México a través de dos
siglos, desde 1906 hasta 1979 y va de Manuel Payno, Guillermo Prieto,
Francisco Zarco hasta Hermann Bellinghausen, José Joaquín Blanco, Jaime
Avilés y el más joven Fabrizio Mejía Madrid.
Todos estos escritores -”fogueados por la escuela del periodismo”, a
decir de Federico Campbell- además de reseñar acontecimientos de nuestra
vida diaria, reflejan a su época y, en algunos casos, han sido factores
de cambio como en el dibujante o “monero” Gabriel Vargas, que marcó a
los mexicanos con su historieta “La familia Burrón”. Cristeta Tacuche es
una de mis heroínas. Por cierto que el apoyo de Monsiváis a los
caricaturistas resultó tan valioso como la reciprocidad, por ejemplo, de
un artista de la talla de Rafael Barajas, “El Fisgón”, quien resultó
definitivo en la creación del Museo del Estanquillo, el de las
colecciones monsivaisianas. Finalmente, los caricaturistas son grandes
historiadores y les aconsejo a todos leer a “El Fisgón”, que es más
elocuente que cualquier cuentista.
Fuente y artículo completo: El Puercoespín.
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