Desde el 1° de diciembre de 2012, fecha de la llegada a Los Pinos de Enrique Peña, los gobiernos federal y capitalino han venido ejecutando una nueva estrategia represiva que, de manera sistemática y con premeditación y alevosía, se basa en la utilización del agente provocador para generar una violencia caótica y fabricar delitos de diseño (ilícitos provocados), como vía para criminalizar la protesta social e intentar inhibir, mediante los golpes, los gases, la cárcel y el miedo, derechos civiles, entre ellos, el derecho a la manifestación pública civil pacífica.
La mecánica represiva exhibió un mismo patrón en las acciones policiales del 1° de diciembre del año pasado, y los días 10 de junio, 1° y 13 de septiembre y 2 de octubre de 2013: pequeños grupos irregulares, integrados por jóvenes, algunos encapuchados, se infiltran entre manifestantes pacíficos y cometen actos vandálicos (rompen vidrieras, saquean comercios y destruyen vehículos) y de violencia extrema contra policías, que parecen responder a un guión represivo prefabricado, que incluye el encapsulamiento, por fuerzas antidisturbios, de marchistas que no participan en las trifulcas, que son golpeados, detenidos de manera arbitraria (incluso por policías de civil), criminalizados y juzgados al vapor en procesos anómalos por los delitos de ultrajes a la autoridad, daño a la propiedad, pandillerismo y ataques a la paz pública.
Como parte del reparto los medios de difusión masiva bajo control monopólico privado −en particular los electrónicos− desatan campañas de intoxicación (des)informativa, con gran profusión de imágenes violentas seleccionadas y repetidas hasta la náusea, y el uso de un vocabulario común, continuo y reiterado, que etiqueta a los jóvenes con diversas matrices de opinión como vándalos, turba violenta y radicales irracionales, sintetizadas bajo el misterioso y mítico mote genérico de anarquistas, todo lo cual sirve para la fabricación de culpables y enemigos internos desde una óptica represiva de contrainsurgencia urbana.
El guión incluye la filtración y/o divulgación conveniente e interesada en las redes sociales y la prensa escrita de manuales de autodefensa atribuidos a grupos anarquistas, como caldo de cultivo para que el Partido Acción Nacional y el secretario de Gobernación priísta, Miguel Ángel Osorio Chong, demanden la mano dura, la tolerancia cero y el cambio de las leyes del Distrito Federal para combatir (terminología bélica) a los anarcos y endurecer el castigo (elevar penas) contra el vandalismo. Lo que se combina con la siembra de informes oficiales que vinculan a los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) con el Ejército Popular Revolucionario (EPR), luego desmentidos.
El esquema descrito, con las variantes y especificidades propias de cada país, viene siendo aplicado desde la Cumbre del G-8 y la Organización Mundial de Comercio en Seattle, Estados Unidos, en 1999, cuando irrumpieron enmascarados con trajes negros, por lo general muy jóvenes, que cometieron actos violentos en el marco de manifestaciones pacíficas, que fueron reprimidas a golpes y con gases lacrimógeno y pimienta, con la consiguiente impunidad de los provocadores.
La figura del agente provocador
remite a
la Rusia zarista y a la Ojrana (la policía secreta), que reclutaba
diletantes y aventureros para infiltrar y desarticular a los movimientos
revolucionarios de la época. Desde entonces, las distintas policías del
mundo han utilizado agentes camuflados −o personas a sueldo de los
organismos de seguridad del Estado− que actúan como provocadores
tácticos para inducir actitudes violentas que susciten la represión e
incitar a otra persona a cometer un delito o actos punibles o
comprometedores, con el consiguiente desprestigio de la organización
política o la causa que esta defienda.
Servirse de un personaje de
doble cara para provocar un delito (tender una trampa) y luego
reprimirlo ventajosamente es una vieja técnica y tiene una larga
tradición en la historia contemporánea de México; verbigracia, el
Batallón Olimpia en 1968, y los halcones en 1971.
Según
diversos textos sobre jurisprudencia, el policía que actúa como agente
provocador (siguiendo órdenes de una cadena de mando) obra siempre de
manera deliberada (ergo, la actividad criminal nace viciada),
persiguiendo un fin de signo contrario al que en apariencia aspira y por
ello provoca (actitud inductora) la comisión de un hecho ilícito como
medio necesario para conseguir la reacción en el sentido deseado:
provocar a otra persona (de modo artificial) para que cometa una
infracción y se haga merecedora de una sanción penal.
En rigor se
trata de una estrategia engañosa, tramposa y utilitarista desplegada
para la facilitación material o la creación de oportunidades para
cometer un delito, en cuyo caso el Estado se rebaja a la misma condición
del delincuente para alcanzar fines políticos, alejados de toda
auténtica realización de la justicia penal. Se trata de una perversión y
desnaturalización del uso legal y legítimo de los instrumentos
coercitivos y penales del Estado para conseguir finalidades aviesas en
la lucha y el enfrentamiento político.
En la actual coyuntura,
signada por una protesta social que adversa a las mal llamadas reformas
estructurales, la violencia sembrada y las provocaciones policiales de
los regímenes de Enrique Peña y Miguel Ángel Mancera, dirigidas a
suscitar en terceros acciones delictivas, parecen responder a una
estrategia de miedo contraria a la dignidad y a la libre y espontánea
autodeterminación de las personas. Peña y Mancera deben saber que la
tensión entre eficacia represiva y respeto a los principios inspiradores
del estado de derecho no autoriza a elegir a la carta presuntos
culpables ni provocar (fabricar) pruebas vía el policía-agente
provocador, porque eso sería legalizar el delito de diseño, de cuño
anticonstitucional.
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