El primer hecho que salta a la vista
es que este capítulo, a diferencia del de propiedad intelectual (que se dio a
conocer en noviembre), prácticamente excluye obligaciones claras y bien
definidas, así como sanciones y penalidades sobre acciones que afecten los
objetivos centrales contenidos en el capítulo. En su artículo nueve se
establece explícita y contundentemente que las partes reconocen que mecanismos
voluntarios y flexibles pueden contribuir al logro y mantenimiento de altos
niveles de protección ambiental. Las partes también reconocen que tales
mecanismos deberían ser diseñados de tal manera que maximicen los beneficios
ambientales y eviten la creación de barreras innecesarias al comercio.
Un segundo rasgo general es el
permanente vaivén entre declaraciones contundentes casi apoteósicas sobre los
principales temas ambientales y ecológicos, que dan fe de un conocimiento
actualizado de las problemáticas, y ciertos párrafos que se filtran, como
invitados no deseados, en los intersticios del documento, que son expresión de
un oculto objeto del deseo por remontar, soslayar, ignorar y, finalmente,
abolir cualquier obstáculo que impida la plenitud del libre comercio, que es la
meta dorada del acuerdo.
Por ejemplo, nadie en su sano juicio
puede objetar los gloriosos párrafos dedicados a los objetivos (artículo 2):
“…las partes reconocen que la cooperación efectiva para proteger y conservar el
ambiente y manejar de manera sostenible sus recursos naturales conlleva
beneficios que pueden contribuir al desarrollo sustentable, fortaleciendo su
gobernanza ambiental y complementando los objetivos del ATP”. Sin embargo, el
apartado siguiente echa abajo de inmediato esa afirmación y reconocimiento al
señalar que (artículo 2, inciso tres): Las partes también reconocen que es
inapropiado utilizar sus leyes ambientales u otros mecanismos similares en
modalidades que pudieran constituir una restricción sobre el comercio o la
inversión entre las partes.
Algo similar ocurre con el artículo
3, dedicado a los compromisos generales. Por un lado, las partes reconocen el
derecho soberano de cada país a establecer sus niveles, prioridades y
estándares de protección ambiental, y de adoptar o modificar su legislación y
política ambiental. Sin embargo, un poco más adelante se señala que una vez
iniciado el acuerdo multilateral, ninguna de las partes orientará su
legislación ambiental en un sentido que afecte el comercio o la inversión entre
países. La balanza retorna un poco cuando en los párrafos siguientes se afirma
que ...las partes reconocen que es inapropiado potenciar el comercio y la
inversión mediante el debilitamiento o la reducción de sus mecanismos legales
previamente establecidos sobre protección ambiental.
Un tema central es si este nuevo
tratado multilateral respetará los numerosos acuerdos internacionales sobre el
ambiente y el uso de los recursos naturales, y que han firmado la gran mayoría
de los países participantes o, por lo contrario, dará un paso atrás relajando
las normas y desconociendo los compromisos ya adquiridos por cada nación. Aquí,
el documento aborda el caso del Protocolo de Montreal, que limita la expulsión
de sustancias que afectan la capa del ozono (artículo 4, sección cuatro), el de
la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y
Flora Silvestres (CITES), y el del Convenio sobre Diversidad Biológica (CDB)
cuando se examina el tema de comercio y conservación. Sobre estos temas la
disputa no solamente es paradójica, sino curiosa: mientras Estados Unidos
impulsa volver obligatorios el Protocolo de Montreal y el CITES, los 11 países
restantes se oponen. Inversamente, mientras Washington se niega a aceptar el
CDB, el resto de las naciones lo promueven.
Sin embargo, el capítulo deja fuera
muchos acuerdos, como el Convenio de Estocolmo sobre los contaminantes
orgánicos persistentes, que regula el tratamiento de las sustancias tóxicas, la
Convención de Basilea sobre el control de los movimientos transfronterizos de
los desechos peligrosos y su eliminación, la Convención sobre acceso a la
información, participación pública en la toma de decisiones y acceso a la
justicia en temas medioambientales (Convenio de Aarhus), y el Protocolo de
Kiev, de registro de emisión y transferencia de contaminantes.
Mención especial merece el reciente
Protocolo de Nagoya (PdeN), enfocado al acceso justo y equitativo de los
beneficios derivados del uso de los recursos genéticos. El protocolo es
resultado de siete años de negociaciones y resulta estratégico para los países
considerados biológicamente megadiversos: Perú, Australia, Malasia y México.
Las tesis del PdeN han sido consideradas, pero son rechazadas por Estados
Unidos. Algo similar ocurre con el caso de las pesquerías marinas, donde los
acuerdos impulsados por la FAO para detener el notable deterioro de los
recursos pesqueros fuertemente disminuidos por la sobrexplotación no alcanzan
consenso entre las partes.
Finalmente, el documento es cauto o
suspicaz cuando por ejemplo aclara que deja fuera de su definición de ley
ambiental los temas de la seguridad y salud de los trabajadores, o el manejo de
los recursos naturales por los pueblos aborígenes o indígenas, como si la
naturaleza se pudiera separar del trabajo y la cultura. Igualmente, dedica muy
poco a lo que es la problemática nodal: la crisis climática. Como si una
ampliación del comercio, que implica el incremento de la energía fósil para el
transporte de mercancías, no acelerara el efecto invernadero y agravara la ya
de por sí crítica situación global.
El capítulo es, pues, un mar de
contradicciones, paradojas, incongruencias y vaguedades. La complejidad del
tema parece rebasar las capacidades de quienes han intentado lograr un
documento consensuado por 12 países que, para hacerlo más complicado, presentan
situaciones económicas, políticas, culturales, ambientales e históricas
bastante disímbolas. Pero, sobre todo, porque se trata de hacer compatibles la
necesidad urgente de tomar medidas para detener el deterioro de un planeta que
se mueve hacia el desfiladero, con los deseos disfrazados u ocultos del capital
encapsulados en la idea paradigmática del libre comercio. La devastación
ambiental, social y cultural que hoy sufre México, por ejemplo, provino en
buena medida del TLCAN, como ha sido mostrado por diversos autores. Un nuevo
tratado multilateral no puede ser sino simplemente sospechoso, más aún cuando
se prepara de manera secreta. Por fortuna, en dos décadas los ciudadanos del
mundo hemos ensanchado, fortalecido y multiplicado los mecanismos de
resistencia, y hoy resulta más difícil escamotear derechos elementales. El
hecho que podamos desnudar tratados concertados entre las esferas del poder
político y del poder del capital es ya una señal positiva.
Fuente: WikiLeaks en la Jornada.
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